Quirke en San Sebastián

Hace poco pasé una tarde agradable calcetando un poncho y con la serie de Poirot protagonizada por David Suchet y Hugh Fraser de fondo, frente a mí en el ordenador. El detective belga es un poco machacón en lo que a su ego se refiere, pero es educado, inteligente y todo lo observador que un sabueso detective debe ser. Adornan el entorno su socio Hastings, el capitán bonachón que hace más de amigo que de ayuda y el Inspector Japp, un policía con mucho ruido y pocas nueces. Lo mejor de este grupo es verles compartiendo una película en un cine o una comida al final del misterio en la que los dos ingleses confiesan sus dudas a Poirot y este les explica casi con ternura por qué estaban equivocados y solo él y sus células grises descubrieron el misterio casi desde el principio. Todo, muertes incluidas, en un ambiente de cálida serenidad, en la ciudad o la campiña inglesa. A ratos, cuando levantaba la vista de la labor, pensaba en lo poco convincentes que me resultaban algunos escenarios urbanos, el ambiente no estaba mal conseguido, coches, peinados y ropas de época, pero los edificios en general me parecieron bastante modernos, con otra estética y coches actuales no hubiesen desentonado en una trama de hace tres años. Es decir, es difícil no reconocer que ya sea en interiores como en el exterior, lo que estamos viendo es un escenario y alguien habrá detenido y vuelto a poner en marcha la escena cuando correspondía.

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Siento el preámbulo, pero he tenido la misma sensación con esta novela de Benjamin Black, Quirke en San Sebastián. Artificio. Cuando termino una novela puedo tener uno de estos tres impulsos extremos desde el 10 al -10: Pensar en volver a leerla en poco tiempo o seguir con el mismo autor hasta que me canse/ Pensar que el autor ha estado algo flojo y darle otra oportunidad con su próximo trabajo, que como lectora fiel leeré si es como John Banville/Benjamin Black, uno de mis referentes/ Lanzar la novela a la primera pared que encuentre, ya que no puedo tomar un café con el autor/a en el que le indique todas las pegas que he encontrado y me hacen desear no leer nada suyo de nuevo. Alrededor de estas tres hay otras más sencillas, que engloban mi admiración/decepción con ese autor/a. Esta vez no solo me gustaría lanzar la novela a una pared sino que la atravesara, volase cual paloma hasta donde vive John Banville y le diese en la cabeza cuando está desayunando o en alguno de esos momentos de abstracción que uno tiene cuando escribe, en su caso en su despacho, donde trabaja. No un golpe sórdido y contundente, como ejecutaría su personaje Terry en esta historia, sino la colleja invisible que le daría Poirot con una de sus miradas aceradas ¿en serio? que tanto contienen a Hastings, cuando formula una hipótesis ridícula.

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ACCIÓN: Apenas pasa nada. No he podido leer las descripciones al 100%, he pasado por algunas saltando de línea en línea porque Black ha intentado Banvilizarse, en su intención de que la forma fuese más importante que el qué, y ha olvidado que lo suyo es la acción. El lector no necesita que le recuerden durante toda la novela lo canalla que puede resultar un tipo que creció en un orfanato irlandés en los años cuarenta del siglo pasado. La maestría de Black/Banville le confería antes a sus novelas ese toque de incertidumbre con el simple recurso de plantar en la mente del lector la semilla de la maldad y dejar que creciese en nuestro imaginario al ritmo de la inventiva de cada uno. Queda claro que Terry es un mal bicho, muchas veces claro, también que le gusta matar y que nada le detiene porque es para lo único que vale. El libro tiene 307 páginas, en la 258 empieza a coger carrerilla, lentamente, y súbitamente termina cuando estaba empezando.

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PERSONAJES: El patólogo Quirke pierde totalmente la credibilidad de los siete libros anteriores y se convierte en un muñeco en manos de este nefasto Benjamin Black, que parece haber perdido su toque. Quirke aquí es un hombre ridículo, un borrachín que retoza con una mujer, que por primera vez desde hace mucho tiempo no es cualquiera, sino su mujer. En un pobre intento de demostrar que la felicidad le vuelve estúpido, Black además nos lo muestra como un pobre imbécil al teléfono, haciendo «muecas simiescas», lejos del peso del anterior Quirke.  Cuatro años de felicidad, eso es lo que le ha concedido. Su mujer Evelyn, psiquiatra y con un pasado difícil en el que los nazis acabaron con gran parte de su familia, es el contrapunto al Quirke hundido, con su positividad, pero muy poco creíble. Phoebe, la hija de Quirke, tiene un novio que no le conviene y que la dejará con el tiempo porque en las ambiciones de su brillante vida futura solo cabría una mujer como él, bien relacionada, inteligente y deslumbrante, o sea, un diamante, no un pequeño pedazo de cristal estallado en su interior, como esta chica. Aunque no sea un cristal convencional. El inspector Strafford es prácticamente nadie. No importa que sea el protagonista de dos novelas en su propia serie, en esta novela cubre las espaldas de Phoebe en su estancia en San Sebastián y poco más. A.L, el fantasma al que han venido a ver, no puede ser más patética cuando se presenta a cenar con Quirke, su mujer y el doctor Cruz, con un disfraz de camuflaje semejante. Vestido plateado, gafas de sol enormes y una mantilla de encaje negro en la cabeza, no recuerdo si llevaba peineta o se la he puesto yo, para completar una situación ridícula como la que pasaron y en la que ella intentaba evitar ser reconocida. Y Terry es el asesino canalla, el huérfano sin piedad al que zurraron en el orfanato de niño, creció como un bellaco y tiene un trabajito que hacer en San Sebastián, pero aquí es como una granada de mano que no explota tras tirar de la anilla o ese cava que amenaza con salir despedido de la botella y tras salir el corcho boquea apenas un segundo, sin burbujas. Aún así, el poco recorrido de su malogrado corcho en esta historia da un golpe suficiente como para matar a alguien a corta distancia en la escena más absurda que he leído/visto en años. Incluso en la serie de Poirot lo hacen con más verismo.

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INCONGRUENCIAS: Si un asesino a sueldo, supuestamente hábil, tiene a su objetivo a tiro en una cafetería, ¿es normal que entre en ella con la pistola en la mano mientras se acerca con tranquilidad a matarlo? ¿No sería más lógico que le disparase cuando el objetivo abandona el lugar, en la primera calle que cruce solo? Otra cosa, tanto Phoebe como Quirke van dejando miguitas con su incertidumbre para que después el lector piense «¡Fíjate, ellos lo sospechaban!». Quirke se fija en la postura de su mujer en la cama mientras duerme, antes de salir para la cafetería donde se produce el asesinato. Quiere atesorar el momento, la forma exacta en que Evelyn descansa. Esto no es una miga, es la cesta de pan del panadero situada en el medio del camino. Después ella sale de la cama sin explicación, llega a la cafetería, pasa unos minutos con el resto y cuando el asesino es abatido pero aún vive, se acerca a él y se inclina con curiosidad mientras todavía él tiene la pistola en la mano, le parece muy joven. ¿Haría lo mismo si viera un cocodrilo? ¿Acercarse y decir, ¡oh, parece que no es un ejemplar con muchos años!, o pondría distancia entre ella y el peligro de la boca del animal? Francamente. En una novela donde no pasa nada y lo que se quiere evitar es un asesinato, esta escena cerca del final es la tontería más grande que podría haber escrito el autor. Y la novela en sí, es lo peor que he leído de John Banville, responsable de Benjamin Black. Una gran decepción. Hasta me da cierta pena ponerla en el estante junto a los otros libros de Black, pero qué culpa tendrán los personajes, me digo. Seguro que se han ido a tomar algo al final de la historia, tan desconcertados por los guiones que les han tocado como yo cuando he visto en qué les ha convertido su autor. Rebelaos, les digo, si es que vuelve a contrataros para otra entrega. Sobre todo tú, Quirke, si intenta convertirte en un pelele. Con o sin esposa, tu vida está en Dublín, trabajando en ese sótano con los muertos, bien lejos de esa cuadrilla de las altas esferas que los vivos se esfuerzan en mantener corrupta, aunque te merecías ser feliz por una vez en tu vida. Y usted, señor Black, quizá necesite unas vacaciones de estos personajes y viajar a un lugar como San Sebastián, esta vez de verdad. 

Autor: Angèline

"Colocamos una palabra allí donde comienza nuestra ignorancia, donde ya no vemos más allá; por ejemplo, la palabra "yo", la palabra "hacer", la palabra "sufrir": son quizás el horizonte de nuestro conocimiento, pero no "verdades" (John Banville "Imposturas")

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