Lo que ha de ser

Le cuento a Virginia que la Inteligencia Artificial suplanta personalidades y pone en la imagen y voz de cualquiera lo que quieran sus creadores de contenido. Me mira como si no quisiera hacerme el favor de llamarme tonta y sigue abstraída, a lo suyo, aunque las dos sabemos claramente que me ha entendido a la perfección, no en vano lleva unos veinte años de conversaciones interminables conmigo y le he ido poniendo al día. Todavía tiene en el regazo el libro de Julian Barnes que le presté hace unos días, hojeo dónde va y ha escrito un «¡bah!» sobre una de mis notas, cuando destaqué el párrafo en el que Julian tira al contenedor de reciclaje algunos objetos de la casa familiar, tras la muerte del último habitante en ella, su madre.

Objetos que puedes reciclar sin tirar al contenedor

—¿A qué viene ese desprecio?—me quejo.

¿Acaso ella no escuchó el ruido sordo del cencerro metálico que menciona Julian? Su última protesta mientras se descalabra sobre otros objetos, en especial después de haber sido pulido y limpiado durante décadas para decorar la casa de una mujer de firmes convicciones, comunista, algo peculiar. Quizá esa expresión malhumorada que muestra ahora mientras se zambulle en una crítica feroz de la escena esconde el amargor de la culpa, cuando uno envía junto al objeto el firme deseo de deshacerse de los malos tiempos con él.

—¿Te recuerda algo…?

Virginia Woolf en 1926, fotografiada por Lady Ottoline Morrell. (NATIONAL PORTRAIT GALLERY, LONDON).

(Virginia Woolf en 1926, fotografiada por Lady Ottoline Morrell. (NATIONAL PORTRAIT GALLERY, LONDON).

No me permite indagar, se ha envuelto en la capa que la convierte en invisible para que no ponga el dedo en la herida abierta. ¿Quizá te duele, Virginia, recordar uno de los instantes en los que todo empezó a cambiar? Pienso en mis propios objetos descartados, y en las almas que se aferraron a la mía haciendo ese click que resuena en la memoria. ¿Alguien recuerda las pisadas felices por la casa de la gente que se ha ido? Y los ¿no…? Y los ¿y si…? ¿Y a su «yo» niño, joven, ilusionado o crédulo? ¿Qué parte de cada uno de nuestros yos que no volverán merece una despedida? ¿Y de los de los demás? Virginia sabe a qué me refiero, levanta su mano aristocrática y coloca casi con delicadeza un mechón de mi pelo tras la oreja. Dice que me hace más joven así (y que no me lo deje rizo, su estado natural, que me da un aspecto envejecido y vulgar) y vuelve a mirar abstraída, el horizonte. Allí están sus preguntas sin respuesta y parte de mis demonios. También mi total desconocimiento de que la última vez que besé a mi padre al despedirme aquel domingo, no volvería a verlo.

—Mira tu perfil en esa nube, Angéline—desdramatiza Virginia a propósito—. ¿Esa Inteligencia Artificial te puede reducir la nariz y ya de paso quitarte diez kilos?

—Oh, sí. Y traerme a Katherine Mansfield en tu lugar la próxima vez.

Ya tengo experiencia esquivando su zapato, pero esta vez la veo sonreír sin disimulo. Tal vez viene bien desprenderse de algún lastre y hacer sitio tanto en casa como en nuestra fortaleza interna. Qué bota tan cómoda, por cierto, a ver si me lanza la otra y me las quedo para un evento que tengo en breve.